“Desde España, qué
nos van a explicar las palabras que usamos”, dijo tal vez embargado por la
emoción o por su propio fervor en un acto en Tecnópolis. Sucede, compañero, que
la función de la Real Academia es esa, explicarnos las palabras que usamos,
para que podamos usarlas bien
Estimado compañero gobernador de
Buenos Aires,
Permítame usar con usted el
término compañero no con la acepción que le da el peronismo, sino en su
acepción original, la que le daban los artesanos franceses del medioevo al
aprendiz que quería seguir su arte: “companion”. De allí viene, según la
“Historia del Movimiento Obrero”, de Edouard Dolleans. Somos todos
aprendices en esto de transitar la vida.
Compañero, en un acto escolar
celebrado en Tecnópolis, usted defendió lo que hoy se da en llamar “lenguaje
inclusivo” y, en cierto modo, menospreció a la Real Academia Española. “Desde
España, qué nos van a explicar las palabras que usamos”, dijo tal vez embargado
por la emoción del acto o por su propio fervor. Sucede, compañero, que la función
de la Real Academia es esa, explicarnos las palabras que usamos, para que
podamos usarlas bien. Para eso la RAE publica en forma periódica su
sensacional diccionario, que es un tesoro de sabiduría. Y en página web puede
usted suscribirse al boletín oficial de la RAE: creáme que siempre se aprende
algo de esa buena gente.
Si usted hubiese consultado en su
momento el diccionario de la RAE, no sugiero que no lo haya hecho nunca, tal
vez no hubiese confundido a los varones del conurbano, que cifra a
los hombres que allí viven, con los barones del conurbano, un
título nobiliario falso que en forma de metáfora engloba a intendentes,
punteros y otras figuras políticas influyentes a quienes usted seguramente
conoce y a quienes trata con suerte diversa.
Sus palabras de hoy, compañero,
dan la impresión de que usted piensa que la RAE nos quiere ordenar cómo
hablar. Está muy equivocado, compañero, lamento decirlo. Lejos de
pretender ordenarle algo, la RAE intenta que usted piense. Siempre es
posible. Hay una gran diferencia entre ordenarle algo a alguien y permitirle
pensar.
Por ejemplo, usted ordenó
a los jóvenes que lo escuchaban, que se rebelaran. Compañero, ¿dónde hay
rebelión en quienes cumplen una orden? ¿Cómo matar la lógica y siempre
bienvenida algarada juvenil, con una orden directa del gobernador de la
provincia que les autoriza la desobediencia? El autoritarismo tiene esas cosas:
te ordena ser y hacer, pero hiere de muerte a la libertad. Tal vez usted no
haya caído en la tentación autoritaria, compañero, pero ése es un mal que
siempre hay que evitar.
También me llamó la atención que
usted haya ordenado, o recomendado, o sugerido, o invitado a los jóvenes a
hablar como quieran. Es otra perogrullada, compañero, usted disculpe. Los
jóvenes hablan como quieren desde que el mundo es mundo, crean nuevos
lenguajes, nuevas formas, nuevas palabras, nuevos giros, nuevos neologismos:
todos son preocupación de la RAE, que los analiza, los estudia, y los
incorpora, o no, a su diccionario, que es el nuestro.
El problema, compañero, no son
los jóvenes, somos los viejos. Bueno, usted no, porque es joven todavía. Pero
yo ya llegué a una edad que prefiero no recordar. Cuando los grandes nos
ponemos a hablar como los jóvenes, quedamos como tontos, como lelos, como esos
tipos patéticos que quieren subir a un tren en el que no caben. Y así matamos
el impulso juvenil que todo lo que ansía es eso: ser juvenil.
Si me permite una
sugerencia, lea los argumentos que la Real Academia esgrime para hablar
del lenguaje inclusivo y lea cuáles son sus conclusiones con las que
se puede o no estar de acuerdo, pero que le van a dar un respaldo para evitar
caer en deslices como el de hoy. Porque créame, compañero, su desliz de hoy
fue gordo.
Mire, lejos de la Real Academia
decirnos a nosotros cómo hablar, somos nosotros lo que le decimos a la
Real Academia cómo hablamos. El diccionario de la RAE contiene cerca de
cien mil palabras, muchas de ellas son americanismos, créalo usted o no. Y la
RAE editó un diccionario de americanismos con setenta mil vocablos, lo que
demuestra que esa prodigiosa institución española nos tiene más en cuenta a
nosotros que lo que nosotros tenemos en cuenta a ella, con la falta que nos
hace.
Cien mil palabras contiene el
idioma, veintiséis mil palabras diferentes usó Miguel de Cervantes en su
Quijote, nosotros, los comunes, manejamos apenas cinco mil. Damos mucha
ventaja. Porque de esas cinco mil palabras que dominamos a duras penas, hay que
descontar pronombres, conjunciones, preposiciones, afirmaciones, negaciones,
algunos adverbios de modo de los que hacemos uso y abuso, por lo que el caudal
de vocablos que manejamos se hace muy exiguo.
Tenemos que hacernos amigos de
las palabras. Acepte
este consejo, se lo ruego. Usted no puede eludir ese compromiso. Si mal no
recuerdo, compañero, usted inauguró una nueva forma verbal del irregular “poder”,
cuando dijo “No se pudió”, en vez de “No se pudo”. Eso
me lleva a pensar, aun a riesgo de equivocarme, que tal vez su dominio del
lenguaje esté un poco por debajo del común de los mortales.
Si es así, la RAE puede ayudarlo
mucho, más allá de lo que usted piense de ella. En todo caso, déjeme recordarle
algo que aprendí con dolor desde chico: cuando uno es ignorante no
puede ser orgulloso. Y, le ruego, no tome el término ignorante con el sentido
despectivo que se le aplica por regla general, sino con la acepción que le da
la RAE: “Que ignora o desconoce algo”.
Compañero, si a lo largo de estas
líneas tuve que sacrificar calor en mis palabras, no ha sido por falta de
afecto. Un cordial saludo.
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